Por: Daniel Alejandro Escobar Celis
Susana esperaba en
cuclillas y con la cabeza encajada entre las piernas, el desenlace de aquel
evento. Su cuerpo tenso temblaba sin control mientras que su voz trémula y entrecortada,
cual niño que gime, repetía afanosamente: “El que habita al abrigo del
Altísimo. Morará bajo la sombra del Omnipotente… Caerán a tu lado mil, Y diez
mil a tu diestra; Mas a ti no llegará…”
Entre sus brazos
mantenía aferrado, cual niña a su oso de peluche, un ramo de rosas blancas. En
la loza de cemento ennegrecida por el tiempo bajo sus pies podía leerse:
“Susana Guevara 12-03-1975 al 04-07-1997”. A su alrededor se erigía una ciudad
fantasmal de mausoleos, cruces, esculturas y lápidas con sus colores
marchitados.
Susana no cesaba en
sus plegarias y mientras corrían las lágrimas por sus mejillas, se la podía ver
estremecerse ante cada sonido retumbante. A solo metros de ella, el ruido de
ráfagas centellantes se confundía con el de las motos y gritos en una cacofonía
que hacía recordar escenas de guerra.
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